Victoria Bornaz se crió entre pozos petroleros, en una familia dedicada a la industria y con las visitas a los yacimientos como juego preferido de la infancia. Hoy, vuelve a esos paisajes, otrora pujantes, y los redescubre en su desolación. Una crónica de lo que significa vivir en ese mundo, y lo que queda cuando ya no hay hidrocarburo para explotar.

Por Victoria Bornaz (@primaverafilms) y Charly Valdez (@muniecotv)

Prod. Periodística: Florencia Villegas (@florchais)

Fixer local: Diego Raviola (@diegoraviola)

Este contenido es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina, del que (NOMBRE DEL MEDIO) forma parte. El artículo fue posible gracias a una colaboración con 350.org y el apoyo de GreenGrant Funds.

Es difícil recordar cuándo fue la primera vez que estuve en una planta petrolera. Acompañar a mi papá en alguna ronda de fin de semana a su trabajo fue uno de mis planes preferidos de infancia. Nos subíamos a la “chata”, radio-llamada, viento y música para acompañar los cientos de kilómetros de desierto neuquino que él recorrió una y otra vez en sus 50 años como trabajador de la industria. Loma de la Lata, Sierra Chata, Lindero Atravesado y Sierra Barrosa eran algunos de los lugares o parajes que identificaban los campos productivos donde están los yacimientos.

Me fascinaba ese mundo de piedras, caños y dinosaurios; esa inmensidad de caminos infinitos y cielos increíbles hasta la planta de explotación. “Esos se llaman ‘gato de bombeo’ o ‘cigüeñas’, sirven para sacar el petróleo de abajo de la tierra”, me explicaba durante el viaje. “Y cuando hay petróleo, hay gas.” Recuerdo preguntarme cómo sería el mundo si el petróleo se acabara. Siempre se hablaba de eso, de que se iba a terminar, de que quedaban 20 años. Sin embargo, no se acabó, sino que se desarrolló la tecnología que permite extraerlo, mejor dicho escurrirlo, hasta que no quede nada: el fracking.

La extracción del petróleo es una promesa recurrente de progreso y riqueza.

Pero, ¿a qué costo?

Hoy, el extractivismo está cuestionado, y nos lleva a reflexionar sobre modos de producción y consumo.

¿Es posible lograr un equilibrio entre la explotación de la industria petrolera y el cuidado del ambiente? ¿Cómo impacta el desarrollo de esta actividad en su estado más voraz en la vida de las personas?

“El petróleo es algo bueno para la provincia, pero pobre para la gente que lo vive acá”, pensó en voz alta Luis Castillo, con la mirada perdida en el final de la calle de tierra. Es vecino de Añelo, localidad ubicada a aproximadamente 140 kilómetros al norte de la ciudad de Neuquén, en la Patagonia argentina. No nació ahí, pero allí vive hace siete años con sus hijos. Eligió mudarse a esa ciudad en busca de trabajo “en el petróleo”. 

Añelo está sobre Vaca Muerta, una formación geológica de shale enorme: sus 30.000 kilómetros cuadrados abarcan las provincias de La Pampa, Mendoza, Río Negro y principalmente Neuquén, donde nací. Es el segundo reservorio de gas no convencional y el cuarto de petróleo no convencional del planeta.

¿No convencional? La principal diferencia para decir que un yacimiento es convencional o no radica en cómo se alojan los hidrocarburos en la piedra. En los convencionales, están en rocas permeables, porosas. Esta cualidad permite que los fluidos viajen más fácilmente a la superficie a la hora de realizar la extracción. En cambio, en los no convencionales, el gas y el petróleo están en rocas muy compactas y con baja permeabilidad. Se las conoce como “tight”, de baja permeabilidad, o “shale”, que son directamente impermeables. Entonces, para poder realizar la extracción, hay que utilizar un método más complejo. El fracking.

Espejismo de lo que podría ser

Añelo es un pueblo de más de 100 años, pero se hizo famoso por ser un destino que resuena en los oídos de personas de todo el país como un lugar donde es posible conseguir prosperidad económica. “Todos los días, viene gente nueva a la búsqueda de trabajo. Pero, cuando llegan, se encuentran con un mundo diferente”, detalla Luis.

La realidad económica del pueblo se modificó cuando se profundizó la explotación gasífera y petrolera en la zona a partir de 2012. Desde entonces hasta ahora, el censo municipal registró que la población estable pasó de los 2500 a los 8000 habitantes permanentes. Existe, además, un flujo de 15.000 personas en tránsito durante la semana.

La pequeña ciudad, con sus pocas calles, su economía circular, su única escuela, se expandió. Y lo hizo de una manera desmedida y poco planeada. La gente ya no tuvo dónde vivir, y nació La Meseta, un asentamiento poblacional cuesta arriba de la ruta. Es ahí donde se encuentra “ese mundo” del que habla Luis: una parte del barrio no tiene gas, y una garrafa cuesta (al momento de realizarse este reportaje) 1200 pesos. Hace poco tiempo se logró que haya agua potable. Entre vecinos y vecinas hablan de “precios petroleros” y el problema que eso les significa: ir a comprar al supermercado para cocinar resulta más caro que adquirir las viandas alimentarias que ofrecen las empresas petroleras para sus empleados.

“Los costos de vida son altísimos acá. Y, además, no es una ciudad diseñada para sostenerse en el tiempo”, explica Daniel Álvarez, vicedirector de la escuela 350 de Añelo desde el año 2003. Él vive en Neuquén Capital y todos los días, a las 5.30 de la mañana, toma la combi para ir a trabajar. “Y eso es algo que conseguimos hace poco. Hasta 2013, los docentes nos arreglábamos entre nosotros o hacíamos dedos para llegar hasta acá.” 

Los insumos y servicios parecen un problema menor al lado del de la vivienda. La Cámara Inmobiliaria de Neuquén registra (al momento de escribirse esta nota) que alquilar una casa de dos ambientes cuesta 120.000 o 130.000 pesos por mes en La Meseta, mientras que en la capital provincial los precios oscilan entre los 65.000 y los 70.000. Los problemas no son únicamente en la parte alta de Añelo, sino también en el casco viejo, ya que muy pocos tienen escrituras de las casas, sólo actas de tenencia. Quienes no trabajan en las empresas petroleras, o quienes lo hacen por debajo de los cargos jerárquicos, barajan como opción la construcción de un cuarto anexado a su casa para poder alquilarlo, una “changuita” que les permita llegar a fin de mes.

“Todo ha quedado en la promesa de un ‘Dubái’ que no lo ves reflejado en nada”, cuenta Mavy Albornoz, enfermera del Hospital Doctor Rubén Bautista que se inauguró en octubre de 2018. Ella vivió toda su vida en Añelo y eligió quedarse pese a que cree que no hay ofertas de desarrollo profesional allí. Incluso su área tiene limitaciones muy severas: el hospital cuenta únicamente con médicos generalistas. Sólo hay servicio de rayos y laboratorio. Los servicios de escaneo de imágenes siempre están presentes donde hay cuencas petroleras. Sin embargo, no cuentan con médicos pediatras, ni traumatólogos, ni guardia. “En los últimos años, crecieron mucho los accidentes automovilísticos por el flujo de autos y camiones. Y, si una persona está gravemente herida, tenemos que salir corriendo a otro hospital para poder salvarle la vida”, describe entre desilusionada y angustiada.

Añelo o el espejismo de lo que podría ser: un pueblo rico, con plazas, familias, cines, propuestas edilicias, un proyecto de ciudad. Podría ser un lugar pujante, donde la gente se instale y quiera crecer. Pero no sucede, como si las promesas se las llevara el viento.

Del Pozo Nº1 al fantasma de la desolación

En Neuquén, existen otros pueblos y ciudades que se crearon al calor del crecimiento de la explotación petrolera: Cutral Có, Challacó, Plaza Huincul… En esa última nacieron mi papá, mi mamá, mis abuelos y mis abuelas. Fue allí donde se logró la primera extracción de petróleo de la provincia, el 29 de octubre de 1918. La máquina de perforado fue bautizada con el nombre “Patria”. La extracción del Pozo Nº1 es festejada cada año en el “Día Provincial del Petróleo”. Puede sonar gracioso, pero en mi casa, junto a la foto familiar, está la del Pozo Nº1.

Es que ese hecho, y la creación de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) en 1922, funcionaron como gran impulso de muchas oportunidades para las familias patagónicas y de todo el país.

El Campamento 1 de YPF fue el barrio de infancia de mi papá. Siempre escuché las historias de la pileta, el campo de deportes, el club social… Contaba con administración central, plazas, hospitales y hasta un cine, el “Cine Petroleum”. Cuesta imaginarse tanta prosperidad al recorrer hoy el olvido de ese añorado campamento. Las casas están mayormente vacías, y en la pileta varias familias han improvisado su vivienda: sí, dentro de la pileta olímpica abandonada viven personas.

Otro lugar que quiero mencionar es Challacó, “olla de agua” en lenguaje mapuche, donde se halló petróleo en 1941. Ahí funcionaba la Facultad de Ingeniería de la región, que contaba con las especialidades en petróleo, minas e industrial. Muchos eran los jóvenes que llegaban deseosos de profesionalizarse en la industria, entre ellos, otra vez, mi viejo. Es muy difícil describir lo que se siente al recorrer ese territorio que hoy está totalmente destruido y abandonado. Un poco más allá de las ruinas que alguna vez fueron albergue de estudiantes, una enorme mancha de petróleo seco derramado se extiende como parte del paisaje.

Los años de prosperidad para estas ciudades comenzaron su declive a principios de los ‘90, cuando la venta de YPF fue aprobada por el Congreso de la Nación, se privatizaron los ferrocarriles y quedaron las estaciones abandonadas. Pero, también, cuando las empresas —extranjeras, en su mayoría— se fueron en busca de lugares con más recursos para explotar.

“También sabemos que el petróleo no va a durar para toda la vida; sabemos que todas las empresas multinacionales sacan, se llevan el petróleo y después se van”, justifica Daniel Álvarez. El fantasma de la desolación tiene una explicación. Challacó supo ser una ciudad de 3000 habitantes, y hoy sólo quedan cinco vecinos. Las personas se fueron y los “monstruos” de perforación se quedaron, trabajando lento y en soledad.

El acceso a lo que antes no se podía explotar

La incertidumbre sobre la proyección de la actividad sostenida en el tiempo comenzó a ser contrarrestada con la aparición de la explotación de yacimientos hidrocarburíferos no convencionales como Vaca Muerta y la utilización del fracking. Si bien es una técnica que ya se aplicaba en Estados Unidos desde 1998, en Argentina no se hizo hasta 2012-2013.

¿Cómo se realiza el fracking? Se inicia una perforación vertical del pozo hasta la profundidad donde se detecta la napa a intervenir (alrededor de 3000 metros). Desde ese punto, por medio de accesorios con dispositivos cardánicos y controlados por geonavegación, se penetra la formación y se “viaja” horizontalmente por dentro hasta la distancia fijada a través de los estudios previos. Se procede entonces a punzar, perforando la cañería horizontal en intervalos prefijados por donde se inyecta el fluido de fractura a altas presiones. La fractura es la apertura de la napa y, al hacerla, se producen múltiples ramificaciones que, llenadas con arena, dan sostén y permiten mantener abierto un canal con mejor permeabilidad. Esto último provoca la fluencia de los hidrocarburos y parte del agua a la superficie. La presión para inyectar los volúmenes empleados para fracturar es suministrada desde la superficie por equipos bombeadores y mezcladores de gran potencia, instalados en paralelo.

Para cada etapa de fractura, se mueven aproximadamente 22 toneladas de arena, que no puede ser reutilizada, y cerca de 1500 metros cúbicos de agua, que no vuelve a ser purificada. Sin embargo, el agua y la arena usadas dependen del programa para cada pozo.

Esta técnica, que da acceso a lo que antes no se podía explotar, tiene consecuencias de impacto social y ambiental. Según un informe del Observatorio Petrolero Sur, desde 2015 y hasta marzo de 2022 se registraron 9242 incidentes ambientales en la industria del gas y el petróleo de Neuquén. Es decir, cinco o seis episodios por día. Con “incidentes”, nos referimos a: derrames de crudo, de agua de producción, de fluidos con concentraciones de hidrocarburos, de lodos, de gas oil, de productos químicos, de aceite hidráulico, de lubricantes, de combustibles, y de aceite refrigerante; fugas de gases; principios de incendio; y blow out (o “reventón”, como se denomina a la pérdida total del control de los pozos que produce la liberación descontrolada de gas y/o petróleo).

Todos estos problemas son declarados por empresas que trabajan en la zona, pero no acompañados por algún tipo de solución.

El pueblo de los sismos

Lo que no se menciona es que los pozos de fracking emiten grandes cantidades de metano a la atmósfera, un gas de efecto invernadero que calienta el planeta durante una década, antes de descomponerse en dióxido de carbono. O que la técnica genera inyección de agua contaminada en pozos sumideros, o que aparecen basurales petroleros que acumulan millones de metros cúbicos de residuos tóxicos, contaminando el suelo y el aire. Tampoco se menciona la aparición de sismos inducidos.

Sauzal Bonito, conocido como “el pueblo de los sismos”, tiene 140 kilómetros cuadrados de extensión. Un año después del comienzo de la implementación del fracking, en 2014, se registró el primer temblor en la localidad. “Estaba en la pieza y sentí una sacudida. Tuve que sacar a mis nietos de la cama a la mitad de la noche y llevarlos al comedor, porque los dormitorios se derrumbaban”, recuerda Mabel Panero, quien vivió toda su vida allí.

Hoy, pasa los días dentro del tráiler que le ofrecieron como hogar mientras le construyen una nueva casa: la suya, en la que estuvo 40 años, se ha convertido en escombros. Ésta es una de las 50 edificaciones que la Intendencia prometió levantarles a los vecinos y las vecinas que elevaron el reclamo al tener agrietadas sus paredes. “Tuve mucho miedo. El último temblor fue fuerte, el próximo no sabíamos si íbamos a salir vivos o no”, comparte Mabel, con los ojos llorosos. 

Desde 2014 a la actualidad, hubo más de 350 sismos y con magnitudes altas. 

Imaginar el mundo sin petróleo

Recorrer los caminos del petróleo deja imágenes de indiferencia hacia los habitantes de las zonas productivas. La fauna y la flora se ven agredidas y modificadas, y el paisaje, alterado. El sistema productivo se materializa de un modo avasallante: estructuras gigantes, tomas de agua dulce, mecheros que mantienen una ilusión encendida y que termina el día que el pozo se acaba.  

“El fracking es como raspar el fondo del balde”, escuché alguna vez en un asado familiar. Me quedó grabado. Gran parte de los varones de mi familia trabajan o trabajaron en la industria petrolera, y de esas cosas se hablaba en la sobremesa.

Imaginar el mundo sin petróleo es algo recurrente en mi desde niña. Me preocupaba que se acabara: todo mi universo personal estaba vinculado a eso. Tal vez, mejor sería re-pensarlo sin explotación voraz y desmedida. Me pregunto cuál es el límite de esa promesa incumplida de progreso infinito y de futuro, pero que deja a su paso desigualdad, contaminación, vaciamiento generalizado y riqueza concentrada.

Comparte este artículo por: