Por   Fuente: MONGABAY LATAM

  • Cuatro ecosistemas diferentes se encuentran en este millón y medio de hectáreas en las que pueden verse 1325 especies de vertebrados y 3541 variedades botánicas registradas.
  • La expedición del Proyecto Borochi de este año no encontró ningún ejemplar del cánido más grande de Sudamérica dentro de los límites del parque. Es la primera vez que ocurre.

Bosques tropicales intactos, amplias sabanas ricas en plantas endémicas, mesetas de hasta 900 metros de altitud que regalan paisajes de ensueño, tres maravillosas cataratas y multitud de cascadas, agua dulce por doquier, vida silvestre a cada paso y prácticamente ninguna presencia humana. Podría decirse que es el paraíso, pero…

Una muerte trágica, narcotráfico, abandono, disputas, descontrol, amenazas de diverso tipo y calado. Un solitario borochi o aguará guazú, el cánido más grande del continente y una de las especies emblemáticas de las pampas tropicales al sur del Amazonas, caminando solitario entre los pastizales, sin rastros de su pareja ni de otros congéneres. Podría asegurarse que se trata de un escenario caótico, triste y empobrecido, sin embargo…

Borochi (Chrysocyon brachyurus) en la sabana. Foto: Proyecto Borochi – Bolivia

Pocas áreas protegidas en el mundo concentran en sí mismas tantas paradojas como el Parque Nacional Noel Kempff Mercado, 1 523 446 hectáreas de tierra boliviana recostadas sobre el oriente del país, al norte de Santa Cruz de la Sierra y en la frontera con Brasil, que la UNESCO declaró Patrimonio Natural de la Humanidad en el año 2000.

El nivel de conservación es alto, no tengo dudas de que en ese sentido es el área mejor conservada de Bolivia, pero también es cierto que esto se debe fundamentalmente a que en un 50 % se protege sola”, razona Sandro Añez, quien fue director del parque desde 2011 hasta junio de este año y cuya vinculación con la zona viene de cuna, ya que es natural de Piso Firme, una de las comunidades existentes en la periferia.

En efecto, la situación geográfica de la reserva, ubicada en una zona de difícil acceso y por esa razón históricamente poco habitada, y el hecho de que el 90 % de sus límites esté compuesto por ríos más o menos caudalosos facilitan el aislamiento y hacen que la presión humana no comprometa la vida silvestre, tal como ocurre en la mayoría de los grandes parques del planeta. De hecho, solo un puñado de familias perteneciente al pueblo originario guarasugwé vive de manera permanente dentro del parque. Son doce familias a las que el Gobierno boliviano otorgó títulos de propiedad sobre 70 000 hectáreas en el enclave de Bella Vista.

Comunidad Piso Firme, a orillas del río Paraguá. Foto: Sandro Añez

Sin embargo, los mismos motivos que convierten al Noel Kempff Mercado en una auténtica joya natural son los que parecen condenarloSu lejanía —dos horas y media de viaje en avioneta desde Santa Cruz, la capital departamental— y su extensión hacen que el mantenimiento exigible para cumplir con todas las funciones que se le suponen a un Parque Nacional necesite de un apoyo financiero elevado y constante, algo que desde hace más de una década no ocurre. “Aunque no es un problema solo de las actuales autoridades; todos los gobiernos que ha habido en Bolivia han tenido debilidades y deficiencias en la protección de las áreas naturales”, subraya con resignación Añez a Mongabay Latam.

Creada en 1979 con el nombre de Huanchaca y algo menos de la mitad de su tamaño actual, la reserva ha conocido tres diferentes etapas en su evolución. La inicial, hasta 1986, podría calificarse de inactiva. El parque existía sobre el papel pero sin presencia física de controles o guardas ni una gestión concreta en cuanto a investigación científica ni cualquier otro tipo de aprovechamiento. La soledad del lugar facilitó su colonización por el creciente narcotráfico que se movía por la región. Dentro del parque comenzaron a funcionar laboratorios de producción de cocaína, se construyeron pistas clandestinas de aterrizaje y el oscuro negocio de la droga se hizo dueño de la zona.

Meseta de Caparú, al sur del parque. Foto: Hermes Justiniano

El escenario se tornó violento, y fue así como el 5 de septiembre de 1986, en la meseta de Caparú fue asesinado por narcotraficantes Don Noel Kempff Mercado, el naturalista más reconocido del país, quien acompañaba a una misión de investigadores españoles.

La noticia de la tragedia sacudió a la sociedad y motivó un cambio de actitud hacia el parque. Fue creado el Centro Regional de Conservación de la Naturaleza con la tarea de planificar y gestionar el área, que un par de años más tarde cambiaría de nombre para homenajear al científico fallecido. Allí comenzó un lento proceso de organización que se consolidaría a partir de 1993, cuando dos ONG, la local Fundación de Amigos de la Naturaleza (FAN) y la estadounidense The Nature Conservancy (TNC) diseñaron y presentaron un proyecto para la gestión global del área. Comenzaba la época dorada.

En esa misma meseta de Caparú donde a Noel Kempff lo sorprendió la muerte, el estruendo del agua desplomándose desde 88 metros de altura apaga cualquier otro rumor posible. Un llamativo promontorio al que la vegetación pinta de verde se yergue como un vigía atento a que el cauce del río Paucerna continúe su rumbo allí abajo, entre los farallones de roca, ya amansado. La luz del sol se desintegra en colores y la catarata Arco Iris le hace honor a su nombre. El espectáculo es fascinante, se reproduce en la cercana y algo más baja catarata Federico Alfheld y se repite de algún modo en las múltiples cascadas que decoran la meseta.

Catarata Arco Iris, río Paucerna. Foto: Sandro Añez

“Creo que el parque tiene todas las características para ser un destino turístico de primera clase mundial”, asegura Timothy J. Killeen, biólogo conservacionista de la Universidad de Iowa (Estados Unidos) y un profundo conocedor de lo que significa gestionar áreas naturales a partir de sus múltiples estudios y tareas realizados en el área amazónica.

Sin embargo, muy pocos visitantes pueden hoy recorrer y disfrutar de los múltiples atractivos del Noel Kempff, una reserva que encierra cuatro grandes ecosistemas diferentes —bosques tropicales húmedos, de ribera y secos, y el Cerrado, extensas pampas o sabanas cubiertas de pastizales de variable densidad—, que ofrecen su flora y su fauna particulares, sus animales y sus árboles emblemáticos.

Un Plan de Manejo del parque, elaborado en 2015 a través de una consultora privada, “con amplia participación de comunidades e instituciones de conservación aunque sin aplicación práctica más allá de algunas actividades puntuales de protección”, según aclara Añez, estableció en 1325 la cantidad de especies de vertebrados reconocidas —624 de aves, 192 de mamíferos, 108 de reptiles, 66 de anfibios y 335 de peces—, así como la existencia de 3541 especies botánicas identificadas con familia y género.

Un plan del Primer Mundo en plena selva

“En su mejor momento, la reserva podía compararse con algunas de Costa Rica en cuanto a accesos, personal, lujo, comodidades”, rememora José Miguel Castro Claros, especialista del Proyecto Borochi, programa de investigación científica dedicado al seguimiento del aguará guazú que lidera la doctora Louise Emmons del Smithsonian Institution norteamericano, que es prácticamente el único programa científico desarrollado en los terrenos del parque que mantiene su continuidad desde hace casi 20 años.

Louise Emmons y Ellen Bronson colocan un chip a un borochi. Foto: Proyecto Borochi – Bolivia

Aquel esplendor que tuvo lugar entre 1996 y 2005 se vivió durante la implementación del PAC, el Plan de Acción Climática que en principio iba a extenderse por 30 años y que abrió la puerta a una fuerte entrada de dinero y en consecuencia, a la realización de obras de todo tipo.

Las citadas organizaciones FAN y TNC, y un pool internacional de empresas energéticas aportaron los fondos para acogerse a un mecanismo surgido de la Cumbre de Kyoto: el que permite compensar las emisiones contaminantes de esas mismas empresas con el pago de “bonos de carbono” utilizables para proteger los bosques y crear “pulmones” en el planeta.

El número de bonos —y en consecuencia de dólares aportados— se mide en función de las toneladas de dióxido de carbono que no salen a la atmósfera gracias a dicha protección. Al margen de la conservación, ese dinero también debe servir para apoyar el desarrollo de las comunidades vecinas al área protegida.

Killeen participó activamente en aquella primera experiencia mundial del mecanismo, que tuvo lugar precisamente en el Noel Kempff. “Desde el punto de vista de la conservación funcionó bien y en los primeros cinco años se certificó que casi un millón de toneladas de CO2 no salieron a la atmósfera gracias al freno puesto a la deforestación, pero si lo miramos desde el lado económico, el PAC fue un fracaso”, sostiene el prestigioso científico norteamericano, exmiembro directivo de organizaciones tan afamadas como WWF y Conservation International.

Los más de diez millones de dólares aportados en un principio permitieron potenciar la reserva. “Se contrataron guardaparques, se construyeron campamentos y puestos de control, se invirtió mucho en infraestructura turística y equipamiento: vehículos, tecnología, medios de transporte terrestres y fluviales”, recuerda Sandro Añez.

Atardecer en el río Iténez, en la frontera con Brasil. Foto: Castro JM

Incluso el nivel de vida en las comunidades de Florida, Remanso, El Porvenir o Piso Firme se incrementó de manera considerable. Durante esos años, un avión ocupaba un lugar permanente en la pista de Flor de Oro, el complejo sobre el río Iténez en la frontera con Brasil que funcionaba como centro de interpretación y hotel de turismo. Era utilizado para patrullajes periódicos, pero también para trasladar hasta Santa Cruz a heridos, enfermos o a mujeres con problemas para dar a luz.

En contrapartida, y tal como explica Killeen, parte de ese dinero fue mal aprovechado: “Por un lado, el proyecto ecoturístico fue un mal negocio. El modelo de llevar turismo internacional no logró suficientes visitantes para sostener el funcionamiento del hotel. Por otro, se hicieron inversiones en empresas ‘verdes’ como fábricas de hongos, chocolates o proyectos para exportar semillas de orquídeas. Ninguna funcionó y los estudios y consultorías realizados fue dinero perdido. Hubiera sido más rentable comprar acciones de Exxon”.

El cambio de paradigma en el manejo de las áreas protegidas bolivianas estaba cercano. “La naturaleza, los bosques y los pueblos indígenas no estamos en venta”. La frase de Evo Morales, quien se convirtió en presidente del país en 2005, marcó la nueva vuelta de tuerca en la evolución del parque. Absolutamente contrarias a iniciativas como el PAC o el programa REDD+ (Reducción de Emisión de gases por efecto de la Deforestación y la Degradación de los bosques), que consideran  “una mercantilización del cambio climático”, así como a propuestas que entienden “como un ataque a los efectos y no a las causas”, las nuevas autoridades procedieron a no renovar el convenio con las ONG, devolvieron al Estado la total administración del Noel Kempff, detuvieron la ejecución del PAC e incluso impidieron la liquidación de los bonos de carbono. Una nueva etapa se ponía en marcha.

En el campamento de Los Fierros los árboles han crecido en el interior de las cabañas donde pernoctaban los turistas. “A las casas se las comieron los turiros (termitas)”, señala con pena Damián Rumiz, biólogo argentino radicado en Bolivia, editor científico de la Fundación Simón I. Patiño. La vegetación ha cubierto los caminos; pontones y puentes caídos descansan en el fondo de los ríos; solo es posible utilizar una de las tres pistas de aterrizaje existentes antaño y en Flor de Oro muchas de las construcciones presentan un estado inhabitable, aunque pese a todo siga siendo el único refugio que se mantiene activo.

Tapir o anta en el campamento Flor de Oro. Foto: Andrea Visinoni

“El parque está básicamente cerrado”, concluye Killeen. El aislamiento tiene un efecto positivo: hoy la reserva es un estallido de naturaleza casi virgen. Los jaguares, ocelotes, tapires, armadillos gigantes, monos arañas, venados de las pampas, ciervos de los pantanos, londras (una variedad de nutria), pecaríes, águilas arpías y caimanes negros campan a sus anchas, la cubierta vegetal desborda cada rincón y hasta los bosques talados por las empresas madereras que abandonaron el área cuando se instituyó el PAC están en franca recuperación. Pero al mismo tiempo, el área incumple las otras funciones que le caben a un parque nacional.

Londra o nutria gigante. Foto: Castro JM

“¿De qué sirve para la ciencia y la investigación?”, se pregunta Añez. “En este momento, agrega, no sabemos con exactitud cuál es el estado poblacional de labiodiversidad del área”. Killeen va un poco más allá: “El parque no ejecuta su papel de desarrollo sostenible para las comunidades vecinas porque no aporta nada para su crecimiento económico”.

Caimán negro en aguas del Iténez. Foto: Castro JM

Los programas científicos llevados a cabo en los últimos años se cuentan con los dedos de una mano: un recorrido de  casi 400 kilómetros de ríos para evaluar la población de bufeos,  un proyecto de conservación de los huevos y nidos de las petas gigantes (tortugas de río), la medición anual de árboles dentro de las 35 parcelas forestales establecidas hace más de una década, y el citado Proyecto Borochi, apoyado por el Museo de Historia Natural Noel Kempff Mercado con sede en Santa Cruz de la Sierra.

Incendios, colonización y minería, los grandes peligros

Pero al margen de esta dualidad objetiva, el parque afronta otro tipo de problemas que se ciernen en forma de amenazas crecientes. La enumeración abarca unos cuantos ítems: incendios, colonización, furtivismo, minería y hasta la posibilidad de reducir su tamaño.

El fuego tiene dos orígenes bien diferentes. Sobre la meseta se produce de manera natural. Los rayos que suelen caer en la estación seca, cuando los pastizales se convierten en materia orgánica proclive a encenderse, pueden arrasar amplias superficies que solo las tormentas tropicales logran apagar. En el sur de la reserva, el peligro llega desde el otro lado de la frontera. “Es el único punto donde no hay ríos que limitan el área y se puede acceder a pie desde Brasil”, relata José Miguel Castro a Mongabay Latam, “y como las fazendas dedicadas a la ganadería queman sus pastos, existe la gran probabilidad de que las chispas puedan alcanzar el parque”. La escasez de medios con los que cuenta el parque impide tener datos fiables de las áreas que arden cada año.

Los incendios, de hecho, podrían explicar el origen del llamativo descenso de la población de borochis en los últimos años, al menos en las áreas abarcadas por el proyecto que lidera la doctora Emmons. “En la expedición que hicimos hace algunos meses  no pudimos ver ninguno, aunque después nos dijeron que fue avistado un ejemplar”, informa Castro

Si bien se trata de un animal difícil de observar debido a sus hábitos nocturnos, a que vive en lugares inhóspitos donde la temperatura es muy alta durante el día, y también a su nomadismo, ya que puede caminar hasta 14 kilómetros por día, su presencia siempre había podido constatarse en el área de investigación. Se supone que hay más individuos en otros lugares del parque, pero sin datos precisos.

Quince años atrás, el estudio de la especie había determinado que una variedad de cuis (la Cavia aperea) era el principal componente alimenticio del cánido. Ahora, este roedor se da por extinguido y la hipótesis es que los incendios provocados en las fazendas pueden guardar mucha relación con esta pérdida. “Generan mucho humo que por cuestiones geográficas migra hacia el parque y provoca una especie de efecto invernadero local”, sostiene Castro. El humo, al calentar el aire, impediría la formación de rocío nocturno, única fuente de agua para mamíferos menores e invertebrados que de ese modo ven peligrar su subsistencia.

Pareja de borochis (Chrysocyon brachyurus). Foto: Proyecto Borochi – Bolivia

Privados de su manjar preferido, los aguará guazú se verían forzados a buscar alimento en lugares alejados donde se enfrentan a la presión humana, los atropellamientos y el contagio de enfermedades para la que no están genéticamente preparados. “De hecho, en una estancia en Caparú se les ocurrió poner una cámara trampa y lograron captar un buen número de ejemplares”, alerta Castro, quien promueve la puesta en marcha de un programa de incendios controlados “para desmalezar el terreno de la sabana, ya que los pastos reverdecidos retienen mejor el agua”. La técnica no sería ninguna novedad. En España, donde el fuego se ha convertido en una plaga en las últimas décadas, existe abundante bibliografía al respecto, como el “Manual de quemas controladas. El manejo del fuego en la prevención de incendios forestales”, de Enrique Martínez Ruiz.

Y ya que se menciona el agua, los peces del Iténez tienen sus propios problemas. El río separa el parque de los estados brasileños de Rondónia y Mato Grosso do Sul, ambos intensamente ganaderos y en el último caso, también soyero, bases de una población que acude habitualmente a pescar al río, ya sea por interés comercial o recreativo.

“En 2015 tuve la suerte de convencer al vicepresidente del país, Álvaro García Linera, para que visitara al parque”, recuerda Sandro Añez, por entonces todavía director de la reserva. “Vino un fin de semana, lo acompañé, navegamos el río y en una hora vio la cantidad enorme de barcos brasileños de turistas y pescadores que estaban atracados en ambas márgenes. Preguntó por qué cruzaban al lado boliviano, y la razón que le dimos fue muy simple: no tenemos capacidad para controlar permanentemente nuestras fronteras”.

El resultado de la inexistencia de un puesto militar en la zona la sufren los peces. Del 15 de noviembre al 15 de marzo está establecido el período de veda, pero no hay nadie que lo haga cumplir. Los 21 guardaparques actuales, que además cuentan con poca movilidad por falta de vehículos, no alcanzan a controlar todas las riberas, y los pescadores brasileños tiran sus anzuelos y redes sin restricción alguna.

El guardaparque Humberto Figueroa en el mirador Las Torres, junto al río Iténez. Foto: Castro JM

Pero no todas las amenazas llegan desde la frontera de enfrente, también las hay de puertas adentro de Bolivia. La colonización de tierras con su irremediable consecuencia de deforestación es, tal vez, la más importante.

Con la idea de poblar el área, los últimos años han visto en puntos cercanos a los límites del parque el establecimiento de comunidades, por lo general procedentes de diferentes sitios del Altiplano. “El resultado es que desmontan unas 1000 hectáreas al año”, afirma Killeen“Y lo que es aún peor, tarde o temprano terminarán entrando al parque”, asegura convencido Damián Rumiz.

Algo más al norte el asfalto es un enemigo que se atisba en el horizonte. La ruta que corre paralela junto al río Paraguá y justo fuera del área de amortiguación del parque forma parte de un plan de infraestructuras para mejorar las comunicaciones terrestres en el país. “Si no se acompaña con planes de organización y asentamiento de personas, así como de actividades que esas nuevas colonias puedan realizar, aquello será un problema”, avisa José Miguel Castro.

La minería es otro riesgo latente, de potencialidad incluso mayor. En Bolivia, la Ley de Minas y Petróleo tiene un rango superior y preeminente sobre la de protección ambiental y el peligro de explotación es concreto en una reserva con rocas precámbricas de 950 millones de años (las más antiguas del mundo) cuya potencialidad en ese sentido resulta evidente.

En 2014, la Corporación Minera de Bolivia confirmó la existencia de una mina de uranio en el cerro Manomó, a muy poca distancia del Noel Kempff Mercado, y hace dos años el SERNAP (Servicio Nacional de Áreas Protegidas) alertó que en 15 de los 22 parques nacionales ya se realizan tareas extractivas de diferentes metales, aunque no todavía en el que nos ocupa. El proceso, lejos de detenerse, semeja una nueva búsqueda de El Dorado en plena Amazonía.

Guardaparques con crías de tortugas de río. Foto Castro JM

Finalmente, la posibilidad de recortar la extensión de la reserva flota en el ambiente como una amenaza más. “Para cualquier gobierno sería muy fácil decir que si nadie visita, conoce ni valora un lugar tan grande, aislado y con tantos inconvenientes de mantenimiento sería mejor dejarlo en un tamaño más razonable”, teoriza Killen.

Mongabay Latam se contactó con el Servicio Nacional de Áreas Protegidas para pedir certezas sobre el futuro de los planes de administración del parque sin recibir respuesta alguna.

Sandro Añez, sin embargo, no pierde las esperanzas ni las ilusiones de que la actual línea de conducta se modifique.  “Es necesario invertir en programas de investigación científica, reactivar las actividades turísticas para generar ingresos propios y recuperar lo que se había logrado en equipamiento, tecnología, medios de transporte o habilitación de accesos. También implementar proyectos que mejoren la vida de las comunidades cercanas”, subraya con la convicción de quien conoce a fondo el tema.

Justamente son esas comunidades, pequeñas y orgullosas, las mayores defensoras de la integridad y conservación del Parque Nacional Noel Kempff Mercado. Los principales guardianes de una joya natural atravesada por contradicciones y paradojas que por ahora se las ha arreglado para protegerse sola. Pero que necesita ayuda para seguir brindando su inmenso pulmón de aire puro al planeta.

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